Medina Mora, el secretario sin cartera en Washington

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Fuente: La Voz de Michocán

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Agencias/ La Voz de Michoacán.

Por la relevancia que conlleva el cargo, el puesto de embajador en Estados Unidos es uno de los más importantes –y estratégicos– que puede haber en la administración de cualquier presidente mexicano. Es el equivalente a una Secretaría de Estado que no sólo debe tener en sus manos los hilos de temas vitales y de seguridad nacional, sino cargar sobre sus hombros la dificultad de conducir una relación sumamente compleja, repleta de potenciales precipicios.
El trabajo viene con un presupuesto multimillonario muy superior al de cualquier otra embajada mexicana pero también con una altísima exigencia profesional. Quien conduce los destinos de la casona del 1911 de la Avenida Pennsylvania, a unas cuadras de la Casa Blanca, debe ser de día hombre de todas las confianzas del presidente de México y por la noche anfitrión socialité de algunos de los hombres más poderosos del planeta, incluidos militares que comandan ejércitos en otros continentes, espías con oídos en cada esquina y empresarios cuyos bolsillos calan hondo, muy hondo, al sur del Río Bravo.
No son las únicas artes que se esperan de un buen embajador mexicano en el corazón de Estados Unidos. El chef de mission debe asumirse especialista en comercio, armador de intrigas de alto vuelo, analista internacional, imán de capitales, defensor de la soberanía, y promotor turístico, además de protector de migrantes, mecenas cultural, cruzado antinarcóticos, portavoz nacional y exportador agrícola. Más lo que demande el servicio.
Ese, con todos sus riesgos y ventajas, es el paquete que le ha caído en las manos a Eduardo Medina Mora, confirmado ayer como el embajador número 63 en representar a México ante Washington desde la Independencia mexicana, encargo que primero tuvo Manuel Zozaya y Bermudez en 1821 en los tiempos del Imperio Mexicano y en el que ahora reemplaza a Arturo Sarukhán, uno de los pocos funcionarios que en dos siglos ha logrado ocupar la silla diplomática durante seis años consecutivos.
Sin igual en el mundo del Servicio Exterior Mexicano, la oficina a la que llega Medina Mora es un centro neurálgico que más bien parece cuarto de guerra: en ella convergen y a ella reportan funcionarios de las secretarías de Gobernación, Defensa Nacional, Marina, PGR y Hacienda, así como medio centenar de cónsules repartidos desde Arizona y Florida hasta Alaska y Minnesota.
Exiliado durante la segunda parte del sexenio calderonista en Gran Bretaña, Medina Mora volverá, en cierta medida, al loop de la relevancia y la información sensible, una tarea a la que se encuentra bien habituado, después de su paso por el Centro de Investigación y Seguridad Nacional y la Procuraduría General de la República.
Luego del aislamiento en Londres, por sus manos circularán de nueva cuenta informaciones de naturaleza altamente sensible sobre los más distintos ámbitos de la relación entre México y Estados Unidos. Por ejemplo, tendrá acceso total a algunas de las bases de datos más preciadas y secretas del Estado Mexicano, entre las que se incluyen las fichas de filias y fobias de congresistas, compilada por la sección de Relaciones con el Congreso; la de alfiles hispanos en la lucha migratoria, confeccionada por la Sección de Asuntos Regionales e Hispanos; y la de narcotraficantes y crimen organizado en la Unión Americana.

ARGENPRESS: Las 25 noticias más censuradas por la gran prensa de Estados Unidos (Noticia 1 a 25)

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Ernesto Carmona (especial para ARGENPRESS.info)

Cuando la parodia raya en tragedia

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Noam Chomsky*
No es fácil escapar de nuestra piel y ver al mundo de una forma diferente a como se nos presenta día con día. Pero es útil intentarlo. Probemos con algunos ejemplos.

Los tambores de guerra están batiendo cada vez con más fuerza respecto de Irán. Imaginemos que se invirtiera la situación.

Irán está librando una mortífera y destructiva guerra de bajo nivel contra Israel, con participación de las grandes potencias. Sus líderes anuncian que las negociaciones no están llegando a nada. Israel se niega a firmar el tratado de no proliferación nuclear y a permitir inspecciones, como ha hecho Irán. Israel sigue rechazando los abrumadores exhortos internacionales para establecer una zona sin armas nucleares en la región. A lo largo de todo el proceso, Irán cuenta con el apoyo de su padrino, la superpotencia.

Los líderes iraníes anuncian entonces sus intenciones de bombardear a Israel. Destacados analistas militares iraníes señalan que el ataque podría ocurrir antes de las elecciones en Estados Unidos.

Irán puede utilizar su potente fuerza aérea y los nuevos submarinos enviados por Alemania, armados con misiles nucleares y estacionados frente a la costa de Israel. Sea cual fuera el calendario, Irán cuenta con que la superpotencia que lo respalda participe en el ataque, si es que no lo encabece. Leon Panetta, secretario estadunidense de Defensa, declara que si bien no está en favor de un ataque de esa naturaleza, como país soberano Irán puede actuar conforme más le convenga.

Todo esto, por supuesto, es impensable aunque de hecho está sucediendo con los personajes invertidos. Es verdad, las analogías nunca son exactas y ésta es injusta… para Irán.

Al igual que su padrino, Israel recurre a la violencia a voluntad. Persiste en los asentamientos ilegales en los territorios ocupados, algunos de ellos ya anexados, en un desafío descarado del derecho internacional y del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. En repetidas ocasiones ha lanzado ataques brutales en contra de Líbano y de la enclaustrada población de Gaza, matando a decenas de miles de personas sin ningún pretexto creíble.

Hace 30 años, Israel destruyó un reactor nuclear iraquí, acto que recientemente ha recibido encomios, evitando las sólidas evidencias, incluso de los servicios secretos estadunidenses, de que ese bombardeo no le puso fin al programa de armas nucleares de Saddam Hussein, sino más bien lo inició. El bombardeo de Irán podría tener el mismo efecto.

Irán también ha lanzado agresiones, pero en los últimos siglos sólo lo hizo durante el régimen del sha, que contaba con el apoyo de Estados Unidos, cuando conquistó las islas árabes del golfo Pérsico.

Irán emprendió su programa de desarrollo nuclear con el sha, con el fuerte apoyo oficial de Estados Unidos. El gobierno iraní es brutal y represivo, como lo son los aliados de Washington en la región. Su aliado más importante, Arabia Saudita, es el régimen fundamentalista islamita más extremo y gasta enormes fortunas para difundir sus doctrinas radicales wahabitas en otros países de la región. Las dictaduras del golfo Pérsico, también aliados favorecidos por Estados Unidos, han reprimido durante cualquier intento popular por participar de la primavera árabe.

El Movimiento de los Países No Alineados –los gobiernos de la mayoría de la población mundial– se reunió recientemente en Teherán. El grupo ha endosado fervorosamente el derecho de Irán a enriquecer uranio y algunos de sus miembros, como India, por ejemplo, aplican el duro programa de sanciones estadunidenses sólo de forma parcial y con reticencias.

Los delegados del Movimiento de los Países No Alineados reconocen la amenaza que domina la discusión en Occidente, articulada lúcidamente por el general Lee Butler, ex jefe del comando estratégico de Estados Unidos: Es peligroso en extremo que, en el caldero de animosidades que llamamos Medio Oriente, una nación se equipe con armas nucleares, lo cual inspira a otras naciones a hacer lo mismo.

Butler no se refería a Irán, sino a Israel, que en los países árabes y en Europa se considera que constituye la mayor amenaza para la paz en la región. En el mundo árabe, Estados Unidos está clasificado en el segundo lugar de las amenazas mientras que Irán, aunque no lo quieren, provoca mucho menos miedo. Efectivamente, muchas encuestas señalan que la mayoría considera que la región sería más segura si Irán tuviera armas nucleares para contrarrestar las amenazas que perciben.

Si Irán efectivamente está avanzando para dotarse de armas nucleares –cosa que hasta ahora no saben los servicios secretos estadunidenses–, podría deberse a que se siente inspirado a hacerlo por las amenazas israelíes y estadunidenses, emitidas sistemáticas en violación explícita de la Carta de Naciones Unidas.

¿Por qué entonces el discurso occidental oficial presenta a Irán como la mayor amenaza para la paz mundial? La razón principal es reconocida por las fuerzas armadas y los servicios secretos estadunidenses e israelíes: Irán podría disuadir a Estados Unidos e Israel de recurrir a la fuerza.

Aun más, Irán debe ser castigado por su exitosa rebeldía, que fue la acusación de Washington contra Cuba hace medio siglo, y que sigue siendo la fuerza motriz de los ataques estadunidenses contra la isla, a pesar de las condenas internacionales.

Otros eventos que se presentan en la primera plana de los diarios podrían beneficiarse también si los vemos desde otra perspectiva. Supongamos que Julian Assange hubiera publicado documentos rusos que revelaran información importante que Moscú quisiera ocultar del público, y que las demás circunstancias fueran idénticas.

Suecia no titubearía en realizar su único interés anunciado, aceptando el ofrecimiento de interrogar a Assange en Londres. Declararía que si el fundador deWikileaks regresara a Suecia (como él mismo ha aceptado hacer) no sería extraditado a Rusia, donde son muy escasas las posibilidades de que tenga un juicio justo.

Suecia sería reconocida por su posición conforme a sus principios. Julian Assange sería elogiado por realizar un servicio público; lo que, por supuesto, no obviaría la necesidad de tomar las acusaciones en su contra tan en serio como en cualquier otro caso de ese tipo.

La noticia más destacada del día en Estados Unidos son las elecciones. Louis Brandeis, juez de la Suprema Corte estadunidense, ofreció una perspectiva muy apropiada con estas palabras:Podemos tener democracia en este país, o podemos tener la riqueza concentrada en manos de unos cuantos, pero no podemos tener las dos cosas al mismo tiempo.

Guiados por esa perspectiva, la cobertura de las campañas electorales deberían concentrarse en el efecto de la riqueza en política, analizado ampliamente en el reciente estudio de Martin Gilens, Prosperidad e influencia: La desigualdad económica y la fuerza política en Estados Unidos. Él encontró que la gran mayoría esincapaz de influir en la política del gobierno cuando sus preferencias divergen de las de los ricos, los cuales básicamente obtienen lo que quieren cuando algo les importa.

No es sorprendente, pues, que en una reciente clasificación de los 31 miembros de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico, Estados Unidos haya quedado en el lugar número 27 en términos de justicia social, a pesar de sus extraordinarias ventajas.

Ahora bien, el tratamiento racional de los asuntos tiende a evaporarse en las campañas electorales, en formas que a veces rayan en la comedia.

Para poner un ejemplo, Paul Krugman asegura que el tan admirado Gran Pensador del Partido Republicano, Paul Ryan, reveló que sacó sus ideas sobre el sistema financiero del personaje de una novela de fantasía –Atlas Shrugged, de Ayn Rand–, que aboga por el uso de monedas de oro en lugar de papel moneda.

Solamente queda inspirarnos en un escritor realmente distinguido, Jonathan Swift. En Los viajes de Gulliver, los sabios de Lagado llevan consigo a cuestas todas sus pertenencias, que utilizan en los trueques sin las molestias del oro. Entonces la economía y la democracia podrían florecer verdaderamente. Y, lo mejor de todo, las desigualdades se reducirían notablemente, lo que sería un regalo para el espíritu del juez Brandeis.

(La recopilación de artículos más reciente de Noam Chomsky es Making the Future: Occupations, Interventions, Empire and Resistance).

* Chomsky es profesor emérito de lingüística y filosofía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, en Cambridge, Massachusetts

© 2012, Noam Chomsky

Otra vez el Comando Sur de Estados Unidos: Avanza la militarización subordinada de Panamá

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Marco A. Gandasegui Jr. (especial para ARGENPRESS.info)

Por décimo año consecutivo Estados Unidos ha torcido y hecho añicos la Constitución Política de Panamá y todas sus leyes. Por un lado, insiste en realizar maniobras militares en torno al Canal de Panamá con supuestos “aliados” panameños y de otros 15 países latinoamericanos. Por el otro, asume abiertamente el control territorial del país. En sus “juegos militares”, incluso, delega a terceros países responsabilidades soberanas panameñas.

En la Constitución Política panameña se establece en forma explícita que el país no tiene un ejército. Igualmente, señala que la soberanía es inalienable e intransferible. Desde el 6 de agosto hasta mañana (viernes, 17 de agosto), Panamá ha sido virtualmente ocupada por tropas norteamericanas con el supuesto de que el Canal está en peligro. Según un comunicado de los mandos militares de ese país del norte, “el Ejército Sur de Estados Unidos y las fuerzas armadas y de seguridad de 17 naciones participarán del ejercicio anual Panamax, que cuenta con el patrocinio del Comando Sur”.
El comunicado plantea objetivos contradictorios y sin mayor sentido: “Este ejercicio multinacional reúne a las fuerzas navales, aéreas y terrestres en una operación conjunta y combinada para defender el Canal de Panamá de ataques perpetrados por violentas organizaciones extremistas de carácter ficticio, así como también responder ante los brotes pandémicos y catástrofes naturales en diversas regiones”.
Entre los grupos ficticios “extremistas”, los militares norteamericanos han mezclado en una sola bolsa a campesinos e indígenas panameños, a fuerzas insurgentes de Colombia y a traficantes de drogas ilícitas que operan en los círculos financieros y políticos de Estados Unidos. A pesar del debilitamiento de las relaciones económicas y políticas de Estados Unidos con los países de Sur América, los lazos militares siguen siendo muy fuertes. Washington no sólo pretende mantener una presencia militar física en la región, también quiere conservar su posición como principal proveedor de armamentos.
En el operativo Panamax dirigido por Estados Unidos, tropas colombianas asumieron la dirección del componente terrestre del ejercicio por segundo año consecutivo. El Comando Sur de Estados Unidos también informó que “las fuerzas militares brasileñas dirigen el componente marítimo por primera vez”. Es decir, el territorio nacional y las costas panameñas quedaron bajo la responsabilidad soberana de terceros países. “El comandante de componente marítimo de la Fuerza Multinacional para Panamax 2012 es el contralmirante Wilson Pereira de Lima Filho de Brasil , informaron los militares norteamericanos.
En uno de sus comunicados, los militares norteamericanos se refieren abiertamente al derecho que tiene Estados Unidos de intervenir en forma unilateral en Panamá “cuando se considere necesario por el gobierno de Panamá y otras naciones de la región”. El operativo llamado “Panamax, afirman los militares norteamericanos, proporciona oportunidades para que las naciones participantes, junto con el Ejército del Sur, se unan para contrarrestar las amenazas de las organizaciones delictivas transnacionales”.
El ejercicio incluye “las Fuerzas Marinas del Sur, de Operaciones Especiales del Comando Sur y el Comando de las Fuerzas Navales del Sur con los buques y un contingente de artefactos explosivos, buceo móvil, la logística y el personal de seguridad de las fuerzas”. Todas bajo el mando del general Simeon G. Trombitas, comandante del Ejército Sur de Estados Unidos. La sede el Ejército Sur estuvo por más de 50 años, durante la segunda mitad del siglo XX, en Clayton, donde actualmente se encuentra la Ciudad de Saber, en las afueras de la ciudad de Panamá.
Según un despacho de una agencia de noticias española en Panamá, el subcomisionado del Servicio Aéreo Nacional Aeronaval, Jorge Yanis, aseguró que el ejercicio castrense tendrá un carácter virtual. “Va a ser realizado en Estados Unidos, donde vamos a establecer ejercicios de mesa virtuales con miras al adiestramiento de nuestro personal en prevención de una amenaza que atente contra el libre tránsito en el Canal de Panamá”.
Por su lado, el Comando Sur señaló que el principal objetivo del ejercicio es proveer una variedad de respuestas a las solicitudes del gobierno panameño para “proteger y garantizar el flujo seguro del tráfico a través del Canal de Panamá, garantizar su neutralidad y respetar la soberanía nacional”. En 1989 Estados Unidos invadió militarmente a Panamá alegando objetivos similares. Esta experiencia trágica costó miles de vidas humanas y Estados Unidos la justificó, al igual que ahora, señalando que actuaba en defensa de la democracia, la neutralidad y la soberanía nacional de Panamá.
En esta ocasión, sin embargo, Estados Unidos señala que “los desafíos regionales requieren soluciones regionales. Panamax 2012 está diseñado para responder como una fuerza unificada a una amplia variedad de misiones en el aire, la tierra, el mar, espaciales y la cibernética”, según el Comando Sur.
Estados Unidos compara el ejercicio Panamax a su invasión de Haití después del devastador terremoto de 2010. Estados Unidos delegó su responsabilidad militar en ese país del Caribe a los militares de Brasil y Chile. Todavía hay millones de haitianos que viven en condiciones infrahumanas debido a la política de Estados Unidos y sus aliados militares latinoamericanos. Totalmente fuera de contexto, Estados Unidos dice que Panamax es una “ayuda en operaciones humanitarias y respuestas a desastres, como se manifestó después del terremoto de Haití”.

El mayor acto terrorista de la historia

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Sergio Rodríguez Gelfenstein (BARÓMETRO INTERNACIONAL, especial para ARGENPRESS.info)

En agosto de 1945, Japón estaba militarmente derrotado, la guerra en Europa había terminado 3 meses antes con la derrota de los aliados del Imperio del Sol Naciente, los fascistas italianos y los nazis alemanes habían sido desplazados del poder ante el empuje de las fuerzas del Ejército Rojo soviético y las tropas de Occidente que habían irrumpido en el continente europeo por Normandía en Francia y por el sur de la bota italiana. La resistencia heroica de los pueblos europeos recibió desde el este, el oeste y el sur el apoyo necesario para su liberación.

Años antes, en 1941, Japón había subestimado la reacción de Estados Unidos ante un ataque a su territorio. El 7 de diciembre había lanzado una gigantesca ofensiva aérea contra la flota estadounidense del Pacífico basificada en Pearl Harbor, en la isla Oahu de Hawai. Aunque algunos historiadores han afirmado que el objetivo de la acción era liberar al imperio nipón del bloqueo económico a que era sometido y crear condiciones para una negociación en mejores condiciones, es difícil suponer eso en el año 1941. Parece más acertado suponer que con la destrucción de la flota estadounidense pretendía reasumir el control y la consiguiente hegemonía sobre el Océano Pacífico y ocupar los territorios coloniales de Estados Unidos y Europa en ese vasto territorio, estratégico para un país insular como Japón.
Desde la otra cara de la moneda, lo que Estados Unidos ha querido presentar como una sorpresa, no lo fue tanto. Desde 1932, había estado preparado para un ataque sorpresa contra Pearl Harbor y había entrenado a sus tropas para esa eventualidad que consideraba como la “mejor manera” de atacar la isla.
En 1939 la Oficina de Inteligencia Naval (ONI) había redactado un informe secreto que contenía ocho medidas para inducir a Japón a atacar a Estados Unidos. El presidente Roosevelt puso en marcha las ocho medidas propuestas por la ONI en su informe. La primera de ellas consistía en situar a la flota en Hawai como cebo dentro del radio de alcance de los portaviones nipones. La implementación de estas medidas produjo resistencias y opiniones contrarias de diversos funcionarios, incluso entre algunos miembros de las Fuerzas Armadas. Todos ellos fueron oportunamente removidos de sus cargos y desplazados a otros sin relación con el tema.
A partir de ese momento se comenzó a montar una de las operaciones de inteligencia mejor implementadas de la historia. Una de los argumentos que se ha utilizado es que las fuerzas atacantes mantuvieron un estricto silencio de radio, lo cierto es que desde agosto de 1940 la inteligencia naval de Estados Unidos interceptaba y descifraba los mensajes de los diplomáticos y militares nipones. Estudiosos del tema afirman que “entre el 16 de noviembre y el 7 de diciembre de 1941 Estados Unidos interceptó 663 mensajes por radio entre Tokio y la fuerza de ataque, o sea, aproximadamente uno cada hora, entre ellos uno del almirante Yamamoto, Comandante en Jefe de la Flota Combinada de la Armada Imperial Japonesa, no dejaba ninguna duda de que Pearl Harbor sería el blanco del ataque japonés.
El 27 y 28 de noviembre de 1941, Roosevelt ordenó expresamente al almirante Kimmel y al general Short, los más altos mandos militares de Estados Unidos en Hawái permanecer a la defensiva pues “Estados Unidos desea que Japón cometa el primer acto abierto”.
Inmediatamente después del ataque, Roosevelt anunció que Estados Unidos se lanzaría a la guerra: «Nuestro pueblo, nuestro territorio y nuestros intereses están en grave peligro… He pedido que el Congreso declare que desde que Japón lanzó este cobarde ataque sin provocación alguna el domingo 7 de diciembre, Estados Unidos y el Imperio japonés están en estado de guerra».
El secretario de Guerra escribió en su diario: «Cuando recibimos la noticia del ataque japonés, mi reacción inicial fue alivio porque la indecisión había terminado y ocurrió de tal manera que podría unificar a todo nuestro pueblo. Ese sentimiento persistió a pesar de las noticias de catástrofes. Este país, si está unido, no tiene nada que temer. Por otro lado, la apatía y las divisiones que fomentaban personas antipatrióticas eran muy desalentadoras».
Era la guerra que el gobierno de Estados Unidos quería. Como siempre necesitaban argumentos para mostrarse ante su pueblo como víctima de una agresión extranjera. De esa manera, se justificaba su respuesta “en defensa de la integridad de América”. Así se fraguó la entrada de Estados Unidos en la guerra en contra de lo que expresaba su propia opinión pública, adversa a tal decisión. Así, también se comenzó a diseñar la manera en que debía concretarse la peor venganza de la historia. Con ello, el imperio estadounidense quiso sentar las bases de una hegemonía sustentada en el horror y el terror que produce el uso indiscriminado de la fuerza.
Fue el propio Emperador Hirohito quien el 22 de junio de 1945 en una sesión del Consejo Supremo de Guerra, declaró lo que otros altos dignatarios no querían o no se atrevían a insinuar: “el Japón debía hallar un medio para terminar la guerra, porque no hay forma de continuar con este estado de cosas. Oleadas tras oleadas de bombarderos estadounidenses reducen a cenizas las principales ciudades del Japón. El bloqueo se hace sentir en todos los aspectos de la vida. Acecha el hambre y las enfermedades, no hay combustibles, la distribución de agua es intermitente, no hay energía eléctrica, la distribución de alimentos está llegando a niveles trágicos y los servicios de salud atienden sólo casos de gravedad”. No era esta la situación de una potencia fortalecida y desafiante.
Por el contrario, buscaba desesperadamente negociar. Ya lo habían comenzado a hacer con la Unión Soviética. Mientras tanto, se incrementaban los bombardeos de Estados Unidos contra el inerme territorio japonés, destruyendo lo poco que quedaba de su poderío militar y naval. Se trataba de “ablandarlo” antes del golpe decisivo, que nadie imaginaba de tal magnitud. En otro orden, Estados Unidos recelaba de las conversaciones y acuerdos a los que pudiera llegar Japón con la Unión Soviética, los que le podrían hacer quedar en una situación complicada en la región del Pacífico de cara a un escenario mundial distinto en la posguerra.
En este contexto, los triunfadores se reunieron en Potsdam, Alemania, en una reunión cumbre de los mandatarios de las potencias vencedoras en la guerra. El tema de Japón estaba presente como punto sobresaliente de la agenda. Estados Unidos, Gran Bretaña y China (aún no había triunfado la revolución de 1949) proclamaron que la única alternativa era la «rendición incondicional». Además de ello, se exigía privar a Japón de todas sus ganancias territoriales y posesiones fuera de las islas metropolitanas, y que se ocuparían ciudades del Japón hasta que se hubiese establecido «un gobierno responsable e inclinado a la paz» de acuerdo con los deseos expresados por el pueblo en elecciones libres. Dos días después de publicada la Proclama de Potsdam, Japón rechazó los términos de rendición incondicional.
Aunque existían muchos puntos a resolver, había uno sobre el que los aliados no se habían manifestado y que para Japón era de honor: el status de su Emperador, por el cual los japoneses estaban dispuestos a las últimas consecuencias. El asunto no era difícil de resolver toda vez que ninguna de las potencias se había manifestado reacia a una decisión favorable a la continuidad de la monarquía. La única línea de comunicación de Japón con los aliados era la Unión Soviética, que aunque tenía información de inteligencia acerca de la posesión por Estados unidos del arma atómica, se encontraba al margen de los preparativos bélicos de sus aliados occidentales. Por su parte, Estados Unidos dudaba de las negociaciones soviéticas e incluso suponía que la URSS -en realidad- estaba ganando tiempo para una acción bélica propia que les diera el control futuro sobre Japón. En ese contexto, el nuevo presidente estadounidense Harry Truman ordenó el lanzamiento de las bombas atómicas.
El resto de la historia es conocida, el 6 de agosto la aviación estadounidense dejó caer la bomba en la indefensa Hiroshima y el 9 del mismo mes se repitió la acción contra Nagasaki. El Emperador japonés se vio obligado a aceptar la rendición incondicional ante la visión apocalíptica de 220 mil muertos en ambas ciudades. Se iniciaba la era nuclear, la era del terror nuclear. El mayor acto terrorista de la historia de la humanidad se había consumado.

El mayor acto terrorista de la historia

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El 6 de agosto de 1945 la aviación estadounidense dejó caer la bomba en la indefensa Hiroshima y el 9 del mismo mes se repitió la acción contra Nagasaki. El Emperador japonés se vio obligado a aceptar la rendición incondicional ante la visión apocalíptica de 220 mil muertos en ambas ciudades. Se iniciaba la era nuclear, la era del terror nuclear. El mayor acto terrorista de la historia de la humanidad se había consumado.

 

Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra América
Desde Caracas, Venezuela
Hiroshima: la devastación después de la bomba atómica
En agosto de 1945, Japón estaba militarmente derrotado, la guerra en Europa había terminado 3 meses antes con la derrota de los aliados del Imperio del Sol Naciente, los  fascistas italianos y los nazis alemanes habían sido desplazados del poder ante el empuje de las fuerzas del Ejército Rojo soviético y las tropas de Occidente que habían irrumpido en el continente europeo por Normandía en  Francia y por el sur de la bota italiana. La resistencia heroica de los  pueblos europeos recibió desde el este, el oeste y el sur  el apoyo necesario para su liberación.
Años antes, en  1941, Japón había subestimado la reacción de Estados Unidos ante un ataque a su territorio. El 7 de diciembre  había lanzado una gigantesca ofensiva aérea contra la flota estadounidense del Pacífico basificada en  Pearl Harbor, en la isla Oahu de Hawái. Aunque algunos historiadores han afirmado que el objetivo de la acción era liberar al imperio nipón del bloqueo económico a que era sometido y crear condiciones para una negociación en mejores condiciones, es difícil suponer eso en el año 1941. Parece más acertado suponer que con la destrucción de la flota estadounidense  pretendía reasumir el control y la consiguiente hegemonía sobre  el Océano Pacífico  y ocupar los territorios coloniales de Estados Unidos y Europa en ese vasto territorio, estratégico para un país insular como Japón.
Desde la otra cara de la moneda, lo que Estados Unidos ha querido presentar como una sorpresa, no lo fue tanto. Desde 1932, había estado preparado para un ataque sorpresa contra Pearl Harbor y  había entrenado a sus tropas para esa eventualidad   que consideraba como la “mejor manera” de atacar la isla.
En 1939 la Oficina de Inteligencia Naval (ONI) había redactado un informe secreto que contenía ocho medidas para inducir a Japón a atacar a Estados Unidos. El presidente Roosevelt puso en marcha las ocho medidas propuestas por la ONI en su informe. La primera de ellas consistía en situar a la flota en Hawái como cebo dentro del radio de alcance de los portaviones nipones. La implementación de estas medidas produjo resistencias y opiniones contrarias de diversos funcionarios, incluso entre algunos miembros de las Fuerzas Armadas. Todos ellos fueron oportunamente removidos de sus cargos y desplazados a otros sin relación con el tema.
A partir de ese momento se comenzó a montar una de las operaciones de inteligencia mejor implementadas de la historia. Una de los argumentos que se ha utilizado es que las fuerzas atacantes mantuvieron un estricto  silencio de radio, lo cierto es que desde agosto de 1940 la inteligencia naval de Estados Unidos interceptaba y descifraba los mensajes de los diplomáticos y militares nipones. Estudiosos del tema afirman que “entre el 16 de noviembre y el 7 de diciembre de 1941 Estados Unidos interceptó 663 mensajes por radio entre Tokio y la fuerza de ataque, o sea, aproximadamente uno cada hora, entre ellos uno del almirante Yamamoto, Comandante en Jefe de la Flota Combinada de la Armada Imperial Japonesa, no dejaba ninguna duda de que Pearl Harbor sería el blanco del ataque japonés.
El 27 y 28 de noviembre de 1941, Roosevelt ordenó expresamente al almirante Kimmel y al general Short, los más altos mandos militares de Estados Unidos en Hawái permanecer a la defensiva pues “Estados Unidos desea que Japón cometa el primer acto abierto”.
Inmediatamente después del ataque, Roosevelt anunció que Estados Unidos se lanzaría a la guerra: «Nuestro pueblo, nuestro territorio y nuestros intereses están en grave peligro… He pedido que el Congreso declare que desde que Japón lanzó este cobarde ataque sin provocación alguna el domingo 7 de diciembre, Estados Unidos y el Imperio japonés están en estado guerra».
El secretario de Guerra escribió en su diario: «Cuando recibimos la noticia del ataque japonés, mi reacción inicial fue alivio porque la indecisión había terminado y ocurrió de tal manera que podría unificar a todo nuestro pueblo. Ese sentimiento persistió a pesar de las noticias de catástrofes. Este país, si está unido, no tiene nada que temer. Por otro lado, la apatía y las divisiones que fomentaban personas antipatrióticas eran muy desalentadoras».
Era la guerra que el gobierno de Estados Unidos quería. Como siempre necesitaban argumentos para mostrarse ante su pueblo como víctima de una agresión extranjera.  De esa manera, se justificaba su respuesta “en defensa de la integridad de América”. Así se fraguó la entrada de Estados Unidos en la guerra en contra de lo que expresaba su propia opinión pública, adversa a tal decisión. Así, también se comenzó a diseñar la manera en que debía concretarse la peor venganza de la historia. Con ello, el imperio estadounidense quiso sentar las bases de una hegemonía sustentada en el horror y el terror que produce el eso indiscriminado de la fuerza.
Fue el propio Emperador Hirohito quien el 22 de junio de 1945 en una sesión del Consejo Supremo de Guerra, declaró lo que otros altos dignatarios no querían o no se atrevían a insinuar: “el Japón debía hallar un medio para terminar la guerra, porque no hay forma de continuar con este estado de cosas. Oleadas tras oleadas de bombarderos estadounidenses reducen a cenizas las principales ciudades del Japón. El bloqueo se hace sentir en todos los aspectos de la vida. Acecha el hambre y las enfermedades, no hay combustibles, la distribución de agua es intermitente, no hay energía eléctrica, la distribución de alimentos está llegando a niveles trágicos y los servicios de salud atienden sólo casos de gravedad”. No era esta la situación de una potencia fortalecida y desafiante.
Por el contrario, buscaba desesperadamente negociar. Ya lo habían comenzado a hacer con la Unión Soviética. Mientras tanto, se incrementaban los bombardeos de Estados Unidos contra el inerme territorio japonés, destruyendo lo poco que quedaba de su poderío militar y naval. Se trataba de “ablandarlo” antes del golpe decisivo, que nadie imaginaba de tal magnitud. En otro orden, Estados Unidos recelaba de las conversaciones y acuerdos a los que pudiera llegar Japón con la Unión Soviética, los que le podrían hacer quedar en una situación complicada en la región del Pacífico de cara a un escenario mundial distinto en la posguerra.
En este contexto, los triunfadores se reunieron en Potsdam, Alemania, en una reunión cumbre de los mandatarios de las potencias vencedoras en la guerra. El tema de Japón estaba presente como punto sobresaliente de la agenda. Estados Unidos, Gran Bretaña y China (aún no había triunfado la revolución de 1949) proclamaron que la única alternativa era la  «rendición incondicional». Además de ello, se exigía privar  a Japón de todas sus ganancias territoriales y posesiones fuera de las islas metropolitanas, y que se ocuparían ciudades del Japón hasta que se hubiese establecido «un gobierno responsable e inclinado a la paz» de acuerdo con los deseos expresados por el pueblo en elecciones libres. Dos días después de publicada la Proclama de Potsdam, Japón rechazó los términos de rendición incondicional.
Aunque existían muchos puntos a resolver, había uno sobre el que los aliados no se habían manifestado y que para Japón era de honor: el status de su Emperador, por el cual los japoneses estaban dispuestos a las últimas consecuencias. El asunto no era difícil de resolver toda vez que ninguna de las potencias se había manifestado reacia a una decisión favorable a la continuidad de la monarquía. La única línea de comunicación de Japón con los aliados era la Unión Soviética, que aunque tenía información de inteligencia acerca de la posesión por Estados unidos del arma atómica, se encontraba al margen de los preparativos bélicos de sus aliados occidentales. Por su parte, Estados Unidos dudaba de las negociaciones soviéticas e incluso suponía que la URSS, -en realidad- estaba ganando tiempo para una acción bélica propia que les diera el control futuro sobre Japón. En ese contexto, el nuevo presidente estadounidense Harry Truman  ordenó el lanzamiento de las bombas atómicas.

El resto de la historia es conocida, el 6 de agosto la aviación estadounidense dejó caer la bomba en la indefensa Hiroshima y el 9 del mismo mes se repitió la acción contra Nagasaki. El Emperador japonés se vio obligado a aceptar la rendición incondicional ante la visión apocalíptica de 220 mil muertos en ambas ciudades. Se iniciaba la era nuclear, la era del terror nuclear. El mayor acto terrorista de la historia de la humanidad se había consumado.

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